El título de la excelente novela de Javier Marías nos ayuda a describir perfectamente lo que empieza a configurarse en el Perú. En los primeros 100 días de gobierno hemos observado un conjunto de señales erróneas dirigidas a empujar al país por el camino equivocado. La reciente medida del cierre de cuatro operaciones mineras, anunciada por la ministra Mirtha Vásquez como un piloto a extender a todo el sector, marca un punto de quiebre del Estado de Derecho, que ya traspasa las simples bravatas. Las potenciales perdidas en bienestar para todos los peruanos serían enormes.
Hemos venido siendo testigos de serias incoherencias del gobierno en torno a su posición de respetar los derechos de propiedad, los cuales se mezclan dentro de un “batido” de diferentes declaraciones de ministros que se contradicen entre sí, combinado con las idas y venidas del presidente Castillo. Sólo el jueves, éste aseguraba a los empresarios en el CADE su compromiso con la inversión privada. Hoy, sin embargo, estamos discutiendo la potencial perpetración de un acto gubernamental que a todas luces se pinta ilegal.
La decisión del cierre de operaciones mineras se encadena a otros sucesos impulsados por el gobierno en contra del sector. Vemos, por ejemplo, la intención del gobierno de querer incrementar la tributación minera sin tener en cuenta los impactos sobre su competitividad global, en el que otros países nos sacan ventaja. Y esto ya no sólo por el tema tributario, donde la carga en el Perú es muy similar, sino también por otros factores que son decisivos para atraer inversión como lo son, por ejemplo, la infraestructura, el capital humano, el respeto a los derechos de propiedad y la gestión de conflictividad. Sobre este punto, también observamos una falta de reacción proactiva de nuestras autoridades, dejando que los reclamos se transformen en bloqueos y actos vandálicos, que vienen llevando a pérdidas estimadas en la producción de US$ 3 millones diarios.
Si el cierre de operaciones mineras en Ayacucho se extendiera como política para todo el sector -como parece ser la intención del gobierno- podríamos estar entrando en una senda de pérdidas de enormes magnitudes para todos los peruanos. Se estima que, por ejemplo, una caída de 10% en la actividad minera, se trasladaría en una caída de 3,0% en el PBI per cápita y una caída de la PEA en torno al 0,3%-0,5%. Cabe indicar que la minería genera aproximadamente 2 millones de empleos directos e indirectos, y que el cierre de las actividades en las operaciones señaladas en Ayacucho involucra a cerca de 55 mil empleos. También deberá incorporar en su reporte de daños, la mayor generación de pobreza futura. Se calcula, por ejemplo, que la tasa de pobreza actual sería 16 puntos porcentuales más alta si no se hubiese producido crecimiento de la actividad minera en los últimos 15 años.
Es interesante observar que, durante el periodo mencionado, los recursos del canon se cuadruplicaron, permitiendo que las regiones contaran con un promedio de S/.10 mil millones anuales entre el 2016-2020 que configuran más del 20% del presupuesto. Con estos recursos se pueden invertir potencialmente cada año en, por ejemplo, 5.328 km de vías asfaltadas, o en 2.059 centros de salud de primer nivel de atención, o en 51 hospitales; lo que nos da una idea del coste de oportunidad en obras que podría significar la paralización total de la actividad minera.
Si al final las acciones antimineras se concretan en un porcentaje de este agregado, habrá que explicarle a la población porque contarán con menores recursos para inversión en sus localidades, así como las pérdidas futuras de inversiones que ya no se darán. Y, no hay que perder de vista que gran parte de la insatisfacción regional es resultante de la falta de capacidades de las autoridades de los gobiernos subnacionales para ejecutar sus presupuestos. De hecho, los distritos mineros dejan sin ejecutar en promedio cerca de la mitad de sus recursos para inversiones, lo que se plasma en una insatisfacción creciente del ciudadano que alimenta la conflictividad social, aunque equivocadamente se canaliza la culpabilidad a la empresa minera, cuando esta situación responde a la pésima gestión de sus autoridades gubernamentales.
El evidente cariz antiminero que nos muestra el gobierno a todo fulgor, no comulga de ninguna manera con una política que busca generar confianza para atraer inversión y, para a través de ella, promover crecimiento, empleo y prosperidad inclusiva para todos los peruanos. El pueblo que el presidente Castillo menta en todo momento, y dice defender, merece conocer de manera muy clara como esta decisión de ir en contra de la actividad minera, atropellando a millones de empleos a su paso, puede ser algo bueno para ellos.